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Sumergidos en el desértico
paisaje puneño, transitábamos un grupo de andinistas con una meta
clara, la cumbre del volcán Galán, de 6.000 metros de altura, una
montaña ubicada en pleno desierto catamarqueño, la cual apenas se
dibujaba en el horizonte cual espejismo inalcanzable. Absortos de
silencio y sumergidos en nuestros pensamientos durante la fatigosa
marcha, la calma y el equilibrio de la expedición se vieron alterados
por un hecho que, en su momento, no llegué a comprender en lo más
mínimo, pero que con el tiempo, se transformó en uno de esos tantos
"momentos estelares" que jalonan la vida de las personas,
momentos claves, únicos e irrepetibles, sendas bifurcadas por las que
hay que optar. Hechos o frases que nos hacen reflexionar y meditar.
El refulgente sol del mediodía se reflejaba sobre el pardo y
pedregoso terreno ígneo por donde caminábamos en pos de un objetivo
deportivo, la cumbre. Para nosotros poco de especial tenía esta
montaña, siendo el mayor atractivo el hecho de que no se la ascendía
desde el año 1956 y lo "exótico" de la geografía.
Llevábamos cuatro días de marcha, faltaban dos para llegar a la base y
comenzar la ascensión. De repente, Victorino Séquila -el arriero que
transportaba nuestros equipos en las mulas- nos comunicó que no
seguiría avanzando con nosotros hasta la montaña, ese mismo día
emprendería la retirada y nos pasaría a buscar unos días mas tarde.
Desconcertados ante tal decisión consultamos a Victorino sobre las
razones de su negativa a continuar y, grande fué la sorpresa cuando
dijo: "no sigo por que el cerro se enoja"... ignorantes y
etnocéntricos optamos por una respuesta y reacción casi burlesca,
intentando vanamente convencer a Victorino sobre la inofensividad del
cerro; de nada sirvieron las ofertas monetarias y las horas de diálogo
tratandole de explicar que nuestra expedición podía fracasar por su
postura (para nosotros ridícula, para él trascendental.).
Pensábamos y repetíamos "el cerro se enoja...", lindo
pretexto para quedar a la deriva en pleno desierto, claro, nuestra
"civilizada" y "moderna" concepción del planeta nos
tornaba impermeables a cualquier otra interpretación de las cosas.
Confundidos y sin entender nada, debimos proseguir la marcha cargando
las pesadas mochilas un par de días hasta arribar a la base. La
expedición tuvo éxito deportivo, pero del otro tema no se volvió a
hablar. A dieciseis años de aquel acontecimiento sigo pensando en lo
ocurrido, y admirando cada vez más a Victorino Séquila.
No hace mucho tiempo, en una expedición realizada al nevado de Acay,
dialogaba con don Pedro Cruz -hombre de tez curtida, manos ásperas,
pétrea mirada y profundos pensamientos- quien vive al pie del macizo y
me comentaba muy preocupado sobre las consecuencias de la sequía y la
imposibilidad de alimentar a sus llamas y ovejas, las cuales estaban
cada vez mas escuálidas..."hace como siete años que no tenemos
buena lluvia, los pastos escasean y no sabemos que vamos a hacer si
sigue así el tiempo" - y entre labios, se deslizó una reflexión
emanada desde lo mas profundo de sus convicciones culturales y
religiosas- "...tal vez sea...[enmudeció por unos instantes]
porque hace tiempo que no subimos a lo alto para ofrendar...".
Sobre sus espaldas pesaba la tradición de siglos, encontrándose en
una ambigua situación que seguramente lo desestructuraba; por un lado,
las explicaciones de los ingenieros y técnicos conocedores de las
ciencias de la tierra; por otro, sus costumbres "paganas" de
alimentar a la tierra con sangre, mediante un sacrificio, para que ella
le devuelva los favores, comunión y comunicación íntima con las
fuerzas telúricas que tanto repeta y practicaron por generaciones.
Otra experiencia de esta naturaleza la he vivenciado en el volcán
Quewar, ubicado en el corazón de la Puna salteña. Sentada sobre una
roca se encontraba una pastora junto a su hijita hilando un manojo de
cobriza lana de llama, mientras cuidaba su rebaño en colaboración con
los perros, fieles guardianes y compañeros. Luego de charlar un buen
tiempo y habiedo yo sacado el tema de las ofrendas y la montaña, con
total naturalidad y espontaneidad me contó que, cuando niña
acompañaba a su padre a realizar las ofrendas a la montaña. Ella no
habia llegado hasta la cima del volcán -donde se hacía la ceremonia-
pero era muy común este tipo de actividades en Santa Rosa de los Pastos
Grandes, desde donde salían rumbo al volcán. Con el tiempo, la
actividad minera trajo consigo la "civilización" y, poco a
poco se fue perdiendo esta tradición como tantas otras. El hecho es
que, a pesar de no realizar en la actualidad ofrendas en la cima de la
montaña, las hacen en el bajo, pero dirigiéndose a ella y para ella;
porque es allí donde se establece el contacto directo con la Pachamama;
es el cerro quien les entrega el líquido vital a través de sus
vertientes, es quien atrae las lluvias y apacigüa los vientos, es el
que esta mas próximo al sol y la luna, es la reprensentación de lo
"sagrado" y es la montaña la que los protege de todo mal.
¿Qué representa en realidad la montaña para los andinos?.
¿Podremos acaso alguna vez deponer nuestra soberbia miopía y tratar de
entender mínimamente la visión del "otro"?. Cuanta riqueza
cultural poseemos e ignoramos, cuanta arrogancia sin sentido
detentamos...
Galan, Acay, Quewar, Llullaillaco, Nevado de Castillo, Chañi, Cachi
y una treintena más que se conocen solo en nuestra provincia, casi un
centenar en el país y alrededor de doscientas en toda la cordillera de
los andina. Montañas con restos arqueológicos que evidencian la
profundidad en tiempo de estos rituales. Esa misma montaña que para
algunos es una meta deportiva, para otros una fuente de minerales y de
trabajo, un motivo paisajístico o tal vez no sea nada; es encambio para
los andinos parte de su vida, tradición, cultura, religión. El
escritor boliviano Fernando Diez Medina en su libro "NAYJAMA:
Introducción a la mitología andina" resume deliciosamente el
simbolismo de la montaña: "Fabulosa embriaguez creadora!
Hombre y cosmos, naturaleza y fantasía, religión y política, arte
y sociedad fluyen simultáneos. Lo sidéreo y lo terrenal se unifican.
Si el cielo estrellado contiene los prototipos del orbe terrestre,
también de la Tierra Madre salen soles y astros. Y esa filosofía
geognóstica halla su más alta expresión en la Montaña y en el signo
escalonado que la expresa, porque la montaña liga tierra y cielo y
reune al abismo con la estrella" (pág. 137).
Tratemos pues de profundizar un poco en este apasionante tema,
tomando como referencia algunos estudios antropológicos e históricos
realizados al respecto.
Independientemente del lugar geográfico, los hombres organizan su
espacio, lo consagran, lo cargan de significado. Elementos naturales,
acorde a las necesidades del momento, cobran mayor o menor relevancia,
se crea una distinción entre lugares comunes, "profanos",
diarios; y lugares "sagrados", únicos, mágicos, de uso
ocasional-especial. Entonces apreciamos que un objeto sufre una
transformación sin dejar de ser él mismo ya que continúa
interactuando en la naturaleza (Elíade, 1994).
Una montaña se sacraliza y sigue siendo una montaña, nada
-aparentemente- la distingue de las demás. Pero, para quienes la
sacralizaron, su realidad de montaña se transmuta en realidad
sobrenatural, dejando de ser lo que era y cobrando un simbolismo
particular. Ya no está en el caos del universo, está marcando un punto
fijo, un lugar en el espacio. Esta creación social del espacio es una
constante en las diferentes culturas, quienes crean y recrean el
"Centro del Mundo", traspolando y reproduciendo este modelo o
imágen de mundo ideal en diferentes escalas y lugares. Los
colonizadores españoles representan un ilustrativo ejemplo de ello;
cuando planificaron urbanísticamente las ciudades lo hicieron con el
modelo de damero que tenían en su terruño, así también la
designación, distribución y los tipos de solares; cuando cultivaron
los campos, tiraron por tierra miles de años de experiencia indígena e
impusieron sus métodos y técnicas, así también despojaron a las
llamas de su hábitat natural para introducir ovejas y cabras que,
aunque poco adaptadas al hostil medio altiplánico, reemplazaron a las
especies americanas. Todo esto refleja la necesidad de vivir mas cerca
del "Centro del Mundo", es decir, del mundo ideal creado
socialmente por esa cultura y reroducido en cuanto lugar ocupe.
En esta organización o recreación del centro del mundo existen
elementos que vinculan lo celestial con lo terrenal, "lo sagrado
con lo profano" (ibid.). Uno de estos elementos es justamente LA
MONTAÑA, tratándose de un fenómeno mas generalizado de lo que se
suele pensar; por ejemplo en la India el Monte Meru es sagrado; en Irán
es la montaña llamada Haraberezaiti; el Monte de los Paises en
Mesopotamia; en Palestina el Monte Gerizín; en México el Popocatelpetl
y la mayoría de las montañas del Himalaya, solo por mencionar algunos
casos.
La idea generalizada parece ser que, señalan el punto mas alto del
mundo (el mundo de cada cultura, el centro del mundo); en ese punto
elevado se está mas cerca de los elementos adorados (sol, luna, rayos,
arco iris, nubes, etc..); desde allí se tiene otra visión y
perspectiva, impensada para la gente del llano. Ascender, significa
trasladarse a otro nivel, estar en otro plano (no solo geográfico, sino
también simbólico), penetrar en una especie de "región
pura" o "sagrada" que trasciende al mundo profano. Estos
lugares se transforman en "santuarios" o "puertas de los
cielos", lugares de tránsito entre el cielo y la tierra, donde el
espacio y el tiempo se sacralizan.
No es casual que en las cumbres de las montañas y cerros en general
existan cruces. La mayoría son obra de los llamados "Extirpadores
de Idolatrías", sacerdotes de la colonización y evangelización
cuya misión era borrar toda evidencia de idolatría y religión
indígena precolonial. Los cerros eran santuarios adorados, sobre ellos
había que poner el símbolo de la nueva religión, el nuevo objeto a
adorar, LA CRUZ; en otros casos se construyeron iglesias y templetes
sobre la huacas (templos del ídolo o el mismo ídolo).
El tiempo ha transcurrido, y a pesar de todo, la tradición y algunas
costumbres perduraron hasta nuestros días. A tres años del próximo
siglo y del tercer milenio, en un mundo globalizado, computarizado,
capitalizado, posmodernizado, contaminado y todos los "ados"
que se nos ocurran, existen personas que establecen una íntima
comunión con la naturaleza, que la respetan y conocen profundamente,
personas que miran mas lejos y mas prundo que cualquiera de nosotros,
habitantes de las urbes.
Pachamama (madre tierra), Tunupa (dios del trueno), Illapa (dios del
rayo), Inti (sol), Quilla (luna), Pariacaca, Coquena, Libiac y otros
tantos dioses que ordenaban y regulaban la vida social y espiritual de
nuestros antepasados americanos y que, indirectamente lo siguen
haciendo; seres sobrenaturales sincretizados en elementos materiales
como nuestras montañas y todos los fenómenos naturales relacionados
con ella. Dioses ecológicos y sociedades respetuosas del medio
ambiente...LA MONTAÑA...cuántas riquezas y secretos atesora en sus
entrañas y que poco sabemos de ella.
... "no sigo por que el cerro se enoja" ... Victorino
Séquila, cuántos quisieramos tener tu entereza y convicción, tu
respeto, humildad y sabiduría.
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